LAS FUNCIONES DE LA LITERATURA


TEMA I- LAS FUNCIONES DE LA LITERATURA
MATERIAL COMPLEMENTARIO

EXTRAÍDO DE
LLOVET, J. et alter, Teoría literaria y literatura comparada, Ed. Ariel, Barcelona 2005, pp. 36-40.

1.4 Separación entre esferas literarias y no literarias


¿Para qué sirven las artes? ¿Qué clase de necesidades satisfacen? ¿Varía el lugar que ocupan en las distintas sociedades? No existe una respuesta única a estas preguntas. Dentro de la tradición occidental, la reflexión acerca de estos asuntos y la idea de que las artes suscitasen respuestas y apreciaciones específicas ha sido paulatina y variable.
Se coincide, no obstante, en señalar que, en primer lugar, la función de la poesía fue mágica. En La función social de la poesía el ensayista y poeta norteamericano T. S. Eliot señala, por ejemplo:

La poesía puede tener una fusión consciente, deliberada: están, por ejemplo, las runas y cánticos tempranos, algunos de los cuales tenían propósitos mágicos muy prácticos; evitar el mal de ojo, curar cierta enfermedad o propiciar cierto demonio.5

5. T.S. Eliot, La función social de la poesía (1943), en Sobre poesía y poetas, Barcelona, Icaria, 1992 [1957], pág. 12.


Estaba ligada la poesía a los conjuros y su objetivo era perfectamente preciso: mediante ritmos, danzas o rimas repetidas; los miembros de un grupo humano querían preservarse de las amenazas de una naturaleza tan temible como poderosa, muchas veces personificada en deidades abundantes y caprichosas. Ésta fue la primera y sin duda más arcaica función de lo poético; sufrió diversas transformaciones en la primeras sociedades que conocieron la escritura y muchas veces se fundió con el corpus escrito de las grandes religiones, como se observa, por ejemplo, en la Biblia, que es una reunión de escritos de muy diverso origen, estilo y datación.

Junto a esta función mágica existieron desde antiguo otras utilidades visibles. Una, que suele denominarse función didáctica, se vincula con el conocimiento contenido en los conjuros e invocaciones que, además de servir para apaciguar las fuerzas naturales, almacenaba el saber de las diferentes culturas: acerca de la naturaleza, las estaciones, del destino- nacimiento, crecimiento, muerte-. Por ejemplo, en los libros de los Proverbios o del Eclesiastés, en la Biblia, se acumulan nociones acerca de la relación entre lo humano y lo natural, entre lo permanente y lo transitorio, en forma de sentencias cuya misma estructura sintáctica las vuelve, al parecer, indiscutibles:



Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría.
Y que obtiene la inteligencia;
Porque su ganancia es mejor que la ganancía de la plata,
y sus frutos más que el oro fino.

Proverbios, 13-14

Todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.
Tiempo de nacer y tiempo de morir;
tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado;
tiempo de matar y tiempo de curar;
tiempo de destruir y tiempo de edificar;
tiempo de llorar y tiempo de reír;
tiempo de endechar y tiempo de bailar;
tiempo de amar y tiempo de odiar;
tiempo de guerra y tiempo de paz.

Eclesiastés, 3, 1-8 (6)


6. La Santa Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, antigua versión de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602), Madrid, Sociedades Bíblicas Unidas, 1960.



De este modo la poesía también transmitía saberes y conocimientos, muy amplios y a la vez concretos, organizados en conjuntos o géneros: acerca de la naturaleza, acerca de las leyes de cada cultura, acerca de sus ideales, acerca de diversos episodios de la vida social, política e incluso económica de las sociedades. Con una diferencia: la función mágico-religiosa del arte verbal se incorporó lentamente a las religiones escritas y, por tanto, la poesía se vio despojada de la necesidad de invocar las fuerzas divinas o de la naturaleza, mientras que mucho más tarde, sobre todo a partir del siglo XVIII, la función didáctica encontró un espacio propio en la prosa, tanto científica como histórica.
Hay una tercera utilidad de la poesía, ligada al principio a la mágico-religiosa pero que se distingue después de ella: es la función social, colectiva y ritual que, por ejemplo, en el teatro clásico griego describió Aristóteles como catarsis o purgación de las pasiones. Contemplando la tragedia de Sófocles Edipo rey, el espectador ateniense experimentaba una agitación del espíritu, se identificaba con el héroe y sentía compasión por el destino aciago de Edipo, aunque también veía el horror mismo de Edipo ante sus propios actos, que sabía ineludibles, puesto que estaban determinados por la necesidad, más allá de su decisión e incluso más allá de la decisión de los dioses. Así, el espectador, junto con la compasión o conmiseración, sentía temor ante lo indiscutible del destino. Al hacerlo, se purificaba o purgaba de las propias pasiones. No es la novedad de la historía de Edipo, conocida por los atenienses, lo que concitaba el interés del público, sino su evocación durante la asistencia al teatro, algo que unía a los espectadores en la experiencia catártica.
Junto con estas utilidades inherentes a las artes de la palabra, muchos estudiosos convienen en la existencia de otros dos cometidos de la literatura. Por un lado, la función conservadora: es el poeta, en sentido amplio, quien guarda el registro de lo más rico y complejo de cada lengua y al hacerlo se convierte en el eslabón entre pasado y futuro. Por otro, su reverso: la función innovadora; el creador no solo conserva, sino que es capaz de dar forma –nombre, ritmo, representación- a desafíos del mundo, y de la experiencia social o subjetiva que en cada época solicitan respuestas nuevas. Conservar la memoria de la lengua y a la vez vislumbrar los desafíos inéditos que suponen los cambios históricos se transforma así en uno de los cometidos del arte y la poesía y, por tanto, en una de sus funciones permanentes y más complejas. Dentro del siglo XX, la obra de Franz Kafka (1883-1924), ha sido considerada, muchas veces, desde esta doble perspectiva, ya que sus cuentos y novelas – El proceso o El castillo, por ejemplo- parecen inquietantes parábolas –sin moraleja ni mensaje moral explícito- que captan ciertas determinaciones de la modernidad, como el peso de la burocracia o la sinrazón del poder del Estado ante el cual el individuo carece de armas de defensa.

1.5 El cometido clásico de la poesía y su crisis tras el Romanticismo


Más allá, empero, de la distinción entre las distintas funciones según la época o los géneros, dentro del mundo occidental, quien estableció durante casi dieciocho siglos la tarea general de la poesía fue el poeta latino Horacio (65-8 a.C.) en la Epístola a los Pisones, hoy conocida como Arte poética o Poética:

Los poetas quieren ser útiles o deleitar o decir a la vez cosas agradables y adecuadas a la vida […] Todos los votos se los lleva el que mezcla lo útil a lo agradable, deleita al lector al mismo tiempo que se le instruye.7

7. Horacio. Epístola a los Pisones, vv, 330-340 en Aristóteles, Horacio, edición y traducción de Anábel González Pérez, Madrid, Editora Nacional, 1982, pág. 137.


Así, instruir y deleitar se convirtió en la máxima más corriente y admitida para explicar las funciones y exigencias del arte. Desde luego, a pesar de que en cada época se definió de modo diverso en qué consistía la instrucción o educación y, sobre todo, en qué consistía la instrucción o educación y, sobretodo, en qué consistía el deleite, la autoridad de Horacio no se discutía.
No obstante, a finales del siglo XVIII, en los inicios del Romanticismo, esta combinación de instrucción y deleite fue radicalmente cuestionada. La formulación filosófica que inauguró el nuevo modo de pensar el arte, separándolo de todo objetivo pedagógico, ya en el sentido moral, ya en el cívico o político, se debe a Immanuel Kant, quien en La crítica del juicio (1790) afirmó que la obra de arte era una finalidad sin fin, es decir, un objetivo que se bastaba a sí mismo y que, por tanto, era autónomo. Si esto era así, tanto el artista como sus productos cambiaban su lugar en la sociedad.
Por ello, como señalan diversos autores, hubo una modificación radical. En el primer estadio del surgimiento del concepto moderno de Literatura, desde finales del siglo XVII hasta finales del XVIII, no había necesidad de especialización que separara las obras de imaginación de la filosofía, la historia, la teología, el ensayo y la poesía. Después de la Crítica del juicio de Kant y de los ensayos de los primeros pensadores románticos –alemanes e ingleses sobre todo- se empezó a considerar la Literatura como una esfera separada y autosuficiente respecto de la cual el artista podía proclamar la libertad absoluta de expresión de sus propios resortes imaginativos. Así, la noción de Literatura empezó a perder su acepción primera de capacidad y experiencia de lectura y mostró en su seno lo que Raymond Williams ha considerado como tendencias contradictorias.
La primera de estas tendencias es que el criterio de calidad o valor literario se desplazó de la noción de saber a las de gusto o sensibilidad. Así los lectores empezaron a separar las obras que apelaban al dominio de ciertos instrumentos –como la destreza en el cálculo matemático o el refinamiento de la memoria que exigían los estudios de ciencias naturales, retórica o gramática- de aquellos que demandaban sobre todo una comprensión de la ficción imaginativa y la fantasía. La segunda: para leer de manera solvente los libros de imaginación, el lector debía especializarse de un modo inédito, adiestrándose en la observación de su propia sensibilidad y de sus propios sentimientos.
Por fin, la tercera de estas tendencias contradictorias: junto con los clásicos griegos y latinos cuyo prestigio era aparentemente inamovible, surgió la estimación estética de la lengua propia, expresión de la cercanía de la nación entidad que adquirió entonces los caracteres que actualmente le asignamos, al menos desde la formación de los estados burgueses y de las democracias representativas occidentales. Junto con la idea de estado-nación, se convino en que los productos culturales existían de acuerdo con un desarrollo susceptible de verificarse en la sucesión de obras escritas en la lengua en la que esa nación se reconocía,. Esta nueva actitud debió su fuerza al surgimiento paralelo de la idea moderna de Historia, desconocida por los movimientos previos al Romanticismo.
Cada obra, por tanto, poseyó a partir de entonces un significado propio, intransferible, que no se sujetaba ya a la imitación de los clásicos; ese carácter único se vinculaba a que allí se expresaba el alma del creador. Aunque el proceso de glorificación del creador se había iniciado en el Renacimiento, puede decirse que esta época consagró definitivamente al artista -y a su libertad, ahora indiscutible- como protoripo de ese creador. Su valor único, además, derivaba de su comunicación con otra alma: la del idioma, que era, al mismo tiempo, la del pueblo. No hay que olvidar que junto a la absolutización del espíritu creador, a mediados del siglo XIX se iniciaron los estudios folklóricos (de Volk, pueblo en alemán), lo cual testimonia el interés que despertaron las fuentes populares de las lenguas vernáculas.
***